…Un collage de indignación
MAX KOZLOFF
Escribir sobre arte y política en Estados Unidos en 1967 es, sin duda, invitar a la frivolidad en un contexto de provocación. Sin embargo, ignorarlo en la prensa (por mucho que ronde la mente en privado) es reprimir una urgencia que hace parecer los reparos de un crítico de arte los de una comadreja. Es el dilema de intentar hacerse cargo de tareas opuestas —intelectuales y morales— lo que la vida pública de este país siempre está intentando tensar cada vez más con resultados desconcertantes. No hay nada como una crisis nacional —y la guerra de Vietnam es una crisis llevada al extremo del horror— para que las actividades artísticas parezcan penosamente insignificantes. Por otro lado, no hay nada como una crisis así para que algunos de nosotros reconsideremos nuestro rol como personas implicadas o interesadas en la creatividad.
Estamos en una época en la que el público conocedor del arte integra todas las hipótesis vanguardistas en un sistema de leve agitación. Es el anverso de nuestra insensibilidad ante las imágenes de la guerra, las fotos de niños vietnamitas quemados, que nos inundan a diario. ¿Cómo puede un pueblo que no se atraganta con repulsión y culpabilidad al ver este tipo de pruebas de las acciones de su gobierno reaccionar mínimamente a la censura que rodea el arte? ¿Y cómo pueden los artistas que han estado todo este tiempo defendiendo a capa y espada su independencia como creadores esforzarse por llegar a esta gente y seguir viéndose como artistas? Es más, la gravedad de los crímenes de guerra en el extranjero va a acompañada de una permisividad hacia la libertad del discurso artístico en casa que neutraliza la tensión del artista y confunde su protesta. Los fines y los medios están patas arriba en un entorno estigmatizado por la turbación y la anestesia. Es aterrador pensar en cómo se burla la presente situación de muchas de las presunciones dadaístas del arte actual a la hora de actuar dentro de la «brecha» entre el arte y la vida. Esa brecha nunca ha parecido más grande.
Por esto mismo, no obstante, parece haber —y de hecho debe haber— más espacio en el que operar, en lugar de menos. Al argumento de que los procesos del arte visual son metafóricos y ritualmente independientes, mientras que las «acciones» individuales o colectivas deben ser pragmáticas y literales, yo respondo que probablemente somos culpables de falta de imaginación. En nuestra situación, tanto la metáfora como la acción son fundamentales para la existencia. Hay un nivel en el que las acciones no pueden centrarse o conectar sin la orientación íntima e intangible de una visión. También hay un nivel en el que el sueño de un orden visual desaparecerá sin la capacidad de modular el comportamiento humano de cualquier manera, directa o indirecta. La falta de imaginación por parte del público es su ceguera ante las verdades de las protestas sociopolíticas o las imágenes documentales (por no hablar del arte). Lo comparable en los artistas es su devoción por los límites del arte. Una perspectiva es increíblemente tosca; la otra es demasiado delicada.
Lo que hace que esta situación sea tan paradójica es que ambos bandos se alejan del entusiasmo ilimitado como de una amenaza que puede ser controlada en tan poca medida que debe ignorarse. Pero en las palabras de Karl Jaspers: «Mucha gente, sobre todo gente moderna, parece vivir sin entusiasmo por su falta de imaginación. Hay, como antes había, un empobrecimiento del corazón. Desprenderse del entusiasmo no es sino la otra cara de una pérdida más profunda de libertad. El despertar del entusiasmo y con él el de una humanidad más enérgica puede que sea una tarea para los poseídos por el eros paidagogos (la pasión elocuente)».